domingo, septiembre 05, 2010

Cuento para Susana / Josefina Aldecoa


Delante del mesón estaba la era de los vecinos. En verano trillábamos. Yo me ponía un sombrero grande de paja y un pañuelo blanco para que no me entraran las pajillas por el cuello. Me sentaba en el trillo, al lado del botijo, y daba vueltas y vueltas sobre el tosco trineo de madera desgastada que avanzaba lento, pesado, machacando espigas, separando el grano de la paja. Hacía mucho calor y, después de trillar durante un rato, nos bañábamos en el río. Tú nunca te has bañado en un río, por eso no sabes lo divertido, lo arriesgado que es. Debajo de cada piedra pueden encontrarse sorpresas. Por ejemplo, un cangrejo torpón que se puede coger con cuidado para luego cocerlo en casa y esperar a que se ponga rojo. Y también hay culebras de agua, que no hacen nada pero que asustan, y tritones, y peces pequeños, cuyo nombre no sabíamos, y animales que están en sus dominios entre el cieno del fondo y las espadañas de la orilla y que se alteran cuando se les invade.

El soto de las orillas del río olía a madreselvas y a humedad. Era fresco, intensamente verde, y en él crecían lirios salvajes y zarzamoras. De vez en cuando aparecían babosas negras y brillantes en el agua que corría semioculta por la maleza. El río era el gran atractivo del verano.
 
Y las fiestas. En todos los pueblos había fiestas. Romerías a ermitas con ‘santos patronos y patronas. Prados llenos de tenderetes, con rosquillas del santo, zarzaparilla, gaseosa. Bailes al son del tamboril. La fiesta que más me gustaba era la de la noche de San Juan, el 24 de junio, una noche caliente y esplendorosa, que era como la verdadera inauguración del verano.
 
Cerca de nuestra casa estaba la Peña del Asno, una montaña rematada por una gran roca en forma de cabeza de asno. La víspera de San Juan, antes de amanecer, se encendían hogueras en los montes de los alrededores; las encendían los jóvenes y los niños de los pueblos cercanos. Nosotros hacíamos la nuestra en la Peña del Asno. Subíamos en las últimas horas de la noche, antes de salir el sol. Encendíamos la hoguera y recogíamos el trébol. Cantábamos:
    A coger el trébole, el trébole, el trabóle, a coger el trébole la noche de San Juan
Nuestra hoguera pertenecía a mis tíos y a los vecinos de la Venta; año tras año se encendía. Recuerdo el último San Juan. Y recuerdo muy bien el último verano.
 
Luego, cuando amanecía, entre cantos y risas, hacíamos el chocolate en la hoguera y lo repartíamos en las tazas que con esfuerzo habían transportado los mayores hasta la pradera en la cima de la peña.

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