jueves, agosto 12, 2010

¿

No oyes ladrar los perros? / Juan Rulfo



[Cuento. Texto completo]

-Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de
     algo o si ves alguna luz en alguna parte.
             -No se ve nada.
             -Ya debemos estar cerca.
             -Sí, pero no se oye nada.
             -Mira bien.
             -No se ve nada.
             -Pobre de ti, Ignacio.
             La sombra larga y negra de los hombres siguió moviendose de
     arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según
     avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
             La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
             -Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas
     las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate
     que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué
     horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
             -Sí, pero no veo rastro de nada.
             -Me estoy cansando.
             -Bájame.
             E1 viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se
     recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban
     las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido
     levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían
     ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
             -¿Cómo te sientes?
             -Mal.
             Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir.
     En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su
     hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le
     encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que
     traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera
     una sonaja. É1 apretaba los dientes para no morderse la lengua y
     cuando acababa aquello le preguntaba:
             -¿Te duele mucho?
             -Algo -contestaba él.
             Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí...
     Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco."
     Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía.
     Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que
     les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra
     sobre la tierra.
             -No veo ya por dónde voy -decía él.
             Pero nadie le contestaba.
             E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara
     descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
             -¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
             Y el otro se quedaba callado.
             Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se
     enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
             -Este no es ningún camino. Nos dijeron que detras del cerro estaba
     Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún
     ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves,
     tú que vas allá arriba, Ignacio?
             -Bájame, padre.
             -¿Te sientes mal?
             -Sí
             -Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te
     cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído
     cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben
     contigo quienes sean.
             Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a
     enderezarse.
             -Te llevaré a Tonaya.
             -Bájame.
             Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
             -Quiero acostarme un rato.
             -Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
             La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del
     viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar
     de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos
     de su hijo.
             -Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta
     madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría
     si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera
     recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella
     la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo
     más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
             Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor.
     Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
             -Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien
     esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta
     usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que
     se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso...
     Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted
     tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho:
     "¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le dí!" Lo dije desde
     que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo
     y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre
     Tranquilino. E1 que lo bautizóa usted. El que le dio su nombre.
     A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted.
     Desde entonces dije: "Ese no puede ser mi hijo."
             -Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo
     desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
             -No veo nada.
             -Peor para ti, Ignacio.
             -Tengo sed.
             -¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es
     muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos
     debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
             -Dame agua.
             -Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque
     la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra
     vez y yo solo no puedo.
             -Tengo mucha sed y mucho sueño.
             -Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
             Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte.
     Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella.
     No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo
     se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre,
     que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú
     crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que
     iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera
     viva a estas alturas.
             Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó
     de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un
     lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como
     si sollozara.
             Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
             -¿Lloras , Ignacio ? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre,
     ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal.
     Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de
     maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos?
     Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran
     podido dercir: "No tenemos a quién darle nuestra lástima ". ¿Pero usted,
     Ignacio?
             Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna.
     Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las
     corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván,
     se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo,como si lo
     húbieran descoyuntado.
             Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido
     sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas
     partes ladraban los perros.
             -¿Y tú no los oías, Ignacio? -dijo . No me ayudaste ni siquiera
     con esta esperanza.

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