sábado, febrero 13, 2010

La pelea


[Cuento. Texto completo]
Vladimir Nabokov
 
Por las mañanas, si el sol me invitaba a ello, salía de Berlín y me iba a nadar. En la terminal de la línea del autobús, en un banco verde, esperaban los conductores, hombres fornidos con unas enormes botas sin punta, sentados a descansar saboreando sus cigarrillos, frotándose de cuando en cuando sus manos inmensas, que olían a metal; contemplaban a un hombre con un delantal de piel mojado que regaba el matorral de brezo que ya echaba sus primeras flores junto a los cercanos raíles; el agua salía a borbotones de una manguera reluciente en una especie de abanico plateado flexible, que lo mismo volaba bajo los rayos del sol, como se abatía delicada sobre las ramas palpitantes. Con la toalla enrollada bajo el brazo, yo pasaba ante ellos, caminando a buen ritmo hacia el extremo del bosque. Allí, los esbeltos troncos de los pinos, que crecían robustos, toscos y pardos por abajo, color carne más arriba, estaban salpicados con fragmentos de sombra, y la hierba enfermiza bajo los pinos aparecía rociada con jirones de periódicos y retazos de sol que parecían complementarse los unos a los otros. De repente el cielo dividió alegremente los árboles, y yo bajé por las olas plateadas de arena hasta el lago, donde las voces de los bañistas rompían el aire para después apagarse, y donde unas oscuras cabezas se divisaban moviéndose y balanceándose sobre la superficie luminosa y lisa. En la orilla, tumbados de frente y de espaldas, los cuerpos mostraban pieles con distinto grado de exposición solar;
algunos todavía tenían una especie de erupción rosada en los hombros, otros brillaban como el cobre o lucían el tono fuerte del café con leche. Yo me quitaba la camisa, e inmediatamente el sol me vencía con su ternura ciega.
Y todas las mañanas, a las nueve en punto, el mismo hombre aparecía junto a mí. Era un alemán mayor, un poco zambo, vestido con chaqueta y pantalones de corte casi militar, con una gran calva que el sol había suavizado con un brillo rojizo. Traía consigo un paraguas del color de un cuervo viejo y un fardo atado cuidadosamente, que inmediatamente se convertía en una manta gris, una toalla de playa y una remesa de periódicos. Extendía con cuidado la manta sobre la arena, se quitaba toda la ropa, excepto un traje de baño que con toda previsión llevaba bajo los pantalones, y se tumbaba cómodamente sobre la manta, ajustaba el paraguas sobre su cabeza de manera que sólo su cara permaneciera en la sombra, y se enfrascaba en sus periódicos. Yo le observaba con el rabillo del ojo, fijándome en el pelo oscuro, lanudo y aparentemente peinado con esmero que cubría sus fornidas piernas zambas, y también su barriga prominente cuyo ombligo profundo dirigía su mirada al cielo como si fuera un ojo, y me divertía tratando de adivinar quién podría ser aquel piadoso adorador del sol.
Pasábamos horas tirados sobre la arena. Las nubes de verano se deslizaban en una caravana fluctuante —nubes en forma de camello, nubes en forma de tiendas de campaña. El sol trataba de colarse entre ellas, pero ellas lo barrían con su filo cegador; el aire se oscurecía, y finalmente el sol volvía a madurar, pero siempre era la orilla contraria la que se iluminaba primero; nosotros permanecíamos en la sombra regular e incolora, mientras que al otro lado, la cálida luz ya había comenzado a desparramarse. Las sombras de los pinos revivían en la arena; unas figuras desnudas llamearon de repente, modeladas por el sol; y de pronto, como un enorme óculo feliz, el resplandor se abrió paso para englobarnos también a nosotros. Y entonces me puse de pie de un salto, la arena gris me escaldaba levemente las plantas de los pies en mi camino hasta el agua, contra la que chocó mi cuerpo con estrépito. 

¡Qué agradable era secarse después con los rayos ardientes del sol y sentir cómo sus labios ávidos iban bebiendo poco a poco las perlas frescas que quedaban en tu cuerpo desnudo! Mi alemán cierra de golpe su sombrilla y, con las piernas todavía temblando cautelosas, se encamina a su vez hacia el agua; llegado allí, se humedece primero la cabeza, como suelen hacer los bañistas de una cierta edad, y a continuación empieza a nadar con movimientos amplios y seguros. Un vendedor de golosinas pasa por la orilla, anunciando su mercancía. Otros dos, en traje de baño, pasan corriendo con un cubo de pepinos, y mis vecinos al sol, unos tipos algo rudos con cuerpos muy hermosos, repiten los gritos tersos de los vendedores imitándoles con habilidad. Un niño desnudo, completamente negro debido a
la arena mojada que se le pega al cuerpo, pasa con andares de pato delante de mí, y su pito suave y pequeño se balancea alegre entre sus piernecitas gordas y torpes. Cerca está su madre, una atractiva mujer joven, medio vestida; sentada, se peina su larga cabellera oscura, sujetando las horquillas entre los dientes. Más lejos, en el mismo borde del bosque, unos jóvenes bronceados juegan con fuerza, lanzando la pelota de fútbol con una sola mano, en un movimiento que revive el inmortal gesto del Discóbolo; y ahora una brisa hace bullir los pinos con un susurro ático, y yo sueño que todo nuestro mundo, como esa pelota grande y dura, ha vuelto a volar en sentido contrario describiendo un arco maravilloso hasta llegar a la empuñadura de un desnudo dios pagano. Mientras tanto, un aeroplano, con una exclamación eólica, se alza sobre los pinos, y uno de los atezados atletas interrumpe su juego para mirar al cielo donde dos alas azules corren veloces hacia el sol con un zumbido que es como el éxtasis de Dédalo.
Yo le quiero contar todo esto a mi vecino cuando sale del agua, respirando profundamente y mostrando sus irregulares dientes, y se tumba sobre la arena, y sólo mi precario conocimiento del vocabulario alemán impide que me entienda. Aunque no me comprende me contesta con una sonrisa que afecta a todo su ser, la calva brillante de su cabeza, el matorral negro de su bigote, su alegre barriga carnosa recorrida en su centro por un sendero lanudo.

Llegué a enterarme de su profesión tiempo después, por puro accidente. Un día, a la hora del crepúsculo, cuando el rugido de los coches se había apaciguado y las colinas de naranjas de los carros de los vendedores ambulantes habían adquirido una luminosidad sureña en el aire azul, me encontré caminando por un barrio apartado y entré en una taberna a aplacar esa sed vespertina que tan bien conocen los vagabundos urbanos. Mi alegre alemán se erguía tras la barra reluciente, vigilando la espita que derramaba una espesa corriente amarilla, quitaba la espuma sobrante con una pequeña espátula de madera, permitía que se desbordara generosamente por los bordes de la jarra. Un camionero macizo, pesado, con un bigote gris enorme se apoyaba en la barra, observando la espita yescuchando la cerveza que silbaba como si fuera orina. El anfitrión alzó la vista, sonrió amistosamente y me tiró una cerveza también a mí, tras lo cual metió de golpe en un cajón mi moneda que cayó con un ruido metálico. Junto a él, una joven con un vestido de cuadros, rubia, con codos rosados y puntiagudos, lavaba los vasos y los secaba luego hábilmente con un trapo crujiente. Aquella misma noche me enteré de que era su hija, de que se llamaba Emma, y de que se apellidaba Krause. Me senté en un rincón y me dispuse a beber lentamente la ligera cerveza guarnecida de blanco, con su regusto un punto metálico.
 
Era una taberna bastante común: un par de carteles en los que se anunciaban bebidas, unos cuantos cuernos de venado y un techo bajo y oscuro festoneado con banderas de papel, reliquias de algún festival. Detrás de la barra, las botellas relucían en sus estantes, y más arriba un anticuado reloj de cuco en forma de cabaña resonaba con fuerza. Una estufa de hierro arrastraba su chimenea redonda a lo largo de la pared para después perderla entre el abigarramiento de las banderas del techo. El blanco sucio del cartón de los salvamanteles destacaba entre la madera de las mesas desnudas. En una de las mesas, un hombre soñoliento con unos apetitosos pliegues de grasa en el cuello y un tipo taciturno de dientes blancos —un linotipista o quizá un electricista, a juzgar por su aspecto— jugaban a los dados. Todo estaba tranquilo y en paz. Sin apresurarse, el reloj insistía en su labor seccionando el tiempo en unidades secas y uniformes. Emma hacía chocar los vasos sin dejar de mirar hacia un rincón donde, en un estrecho espejo cortado en su mitad por el oro de las letras de un anuncio, se reflejaba el perfil aquilino del electricista y también su mano sosteniendo el negro cubo cónico con los dados dentro.

A la mañana siguiente volví a cruzarme con los fornidos conductores, con el abanico de agua pulverizada sobre el que se cernía momentáneo un arco iris, y me encontré de nuevo en la orilla soleada, donde Krause ya se había instalado tumbado al sol. Sacó su rostro sudoroso de debajo de la sombrilla y empezó a hablar —del agua, del calor. Yo me tumbé, cerrando los ojos para defenderme del sol, y cuando los volví a abrir todo a mi alrededor era de color azul pálido. De repente, entre los pinos de la carretera soleada que bordeaba el lago, apareció una camioneta, seguida de un policía en bicicleta. Dentro de la camioneta, gritando con desesperación, se agitaba un perro pequeño que acababan de capturar. Krause se puso en pie y gritó con todas sus fuerzas: «¡Ten cuidado! ¡Cazaperros!». Y al momento alguien se unió a su grito y en seguida otros le imitaron, como si todas las gargantas se hubieran puesto de acuerdo, en un arco de voz a lo largo del lago, dejando atrás al cazador de perros, de forma que los dueños de perros, avisados de antemano, corrieron a por susperros, se apresuraron a ponerles un bozal y a atarles a la correa. Krause escuchaba con placer mientras los gritos se iban perdiendo en la distancia y finalmente afirmó con un guiño bienintencionado: «Le está bien empleado. Ese es el último perro que va a coger».
Empecé a visitar su taberna asiduamente. Me gustaba mucho Emma, sus codos desnudos, su rostro menudo y como de pájaro, sus ojos tiernos, insípidos. Pero lo que más me gustaba era la forma en que miraba a su amante, el electricista, apoyado perezosamente en la barra. Yo le veía de perfil —la siniestra, malévola arruga junto a su boca, su mirada brillante, como de lobo, las cerdas azules de su mejilla hundida y sin afeitar desde hacía tiempo. Ella le miraba con tanto arrobo y tanto amor cuando él le hablaba, traspasándola con su mirada impávida, y ella, entreabriendo los labios, asentía con una confianza tan absoluta, que yo, en mi rincón, experimentaba una sensación maravillosa de alegría y de
bienestar, como si Dios me hubiera confirmado la inmortalidad del alma o como si el alma de un genio hubiera alabado mis libros. También llegué a aprenderme de memoria la mano del electricista, siempre húmeda con la espuma de la cerveza; el pulgar de aquella mano apoyado contra la jarra; la inmensa uña negra con una grieta en medio. 
La última vez que fui a aquel lugar, era una noche, recuerdo, de bochorno, y todo hacía presagiar una tormenta eléctrica. El viento se puso a rachear violentamente y la gente en la plaza corrió hasta las escaleras del metro; en la cenicienta oscuridad, el viento rasgaba sus vestidos como en el cuadro de La destrucción de Pompeya. El tabernero tenía calor en su pequeña y oscura taberna; se había desabotonado el cuello y estaba cenando melancólico en compañía de dos tenderos. Se estaba haciendo tarde y la lluvia rompía en susurros contra los paños de las ventanas, cuando el electricista llegó. Estaba completamente empapado y destemplado, y murmuró algo desagradable al ver que Emma no estaba en la barra. Krause se mantuvo en silencio, masticando una salchicha gris.
 
En ese momento tuve la sensación de que estaba a punto de producirse algo extraordinario. Yo había bebido mucho y mi alma —mi ser íntimo, ávido y de mirar penetrante— ansiaba contemplar un espectáculo. Empezó de forma bien simple. El electricista se acercó hasta la barra, se sirvió como quien no quiere la cosa una copa de coñac de una botella chata, se lo bebió de un trago, se limpió la boca con la manga, se echó la gorra hacia atrás y se dirigió a la puerta. Krause dejó el cuchillo y tenedor cruzados sobre el plato y gritó con fuerza: «¡Espera! ¡Son veinte peniques!».
El electricista, que ya tenía la mano en el pomo de la puerta, se volvió.
—Creía que estaba en mi casa.
—¿Es que no piensas pagar? —preguntó Krause.
Y de repente Emma apareció detrás del reloj en el fondo del bar, miró a su padre, después a su amante, y se quedó inmóvil, helada. Encima de ella, el cuco salió de su casita de un salto y volvió a esconderse.
—Ya está bien —dijo el electricista lentamente, y salió. 

Al oír aquello, Krause, con una agilidad asombrosa, se levantó y salió corriendo tras él, dando un tirón a la puerta que se quedó abierta. Yo terminé la cerveza y salí también a la calle, sintiendo el placer de una racha de viento húmedo en el rostro.
 
Estaban frente a frente, en la negra acera brillante por la lluvia, y ambos no cesaban de gritar. Aunque yo no podía captar todas las palabras, que se iban desgranando en crescendo en aquel jaleo atronador, sí pude distinguir una palabra que se repetía continuamente: veinte, veinte, veinte. Había gente que ya se había detenido a observar la pelea, yo mismo estaba cautivado con ella, con los reflejos de la luz de la farola en sus caras distorsionadas, con el tendón tenso del cuello desnudo de Krause; por alguna razón me recordó una pelea espléndida que tuve yo hace años en una tasca de un puerto con un italiano negro como la pez, en el transcurso de la cual metí la mano sin saber cómo dentro de su boca y traté por todos los medios de apretar y desgarrar la piel húmeda del interior de su cara.
 
El electricista y Krause gritaban cada vez más. Emma se deslizó tras de mí y se detuvo, sin atreverse a acercarse, limitándose a gritar desesperada: «¡Otto! ¡Padre! ¡Otto! ¡Padre!». 

Y a cada uno de sus gritos una marejada contenida de risas agudas y como expectantes atravesaba el grupo de gente allí congregada. Los dos hombres se entregaron ávidos a un combate cuerpo a cuerpo, a puñetazos sordos. El electricista pegaba en silencio, mientras que Krause emitía un gruñido breve acada golpe que daba. La espalda enjuta de Otto se doblaba, la sangre negra empezó a brotar de su nariz. Repentinamente trató de asir la pesada mano que le golpeaba en la cara, pero, al no conseguirlo, se tambaleó y se derrumbó boca abajo en la acera. La gente corrió a su lado, apartándolo de mi vista.
Recordé que me había dejado el sombrero en la mesa y volví a la taberna. Dentro, todo estaba extrañamente quieto y tranquilo. Emma estaba sentada en una mesa de un rincón con la cabeza apoyada en un brazo extendido. Alzó su rostro cubierto de lágrimas y al momento volvió a dejar caer la cabeza. Con cuidado le di un beso en aquel pelo que olía a cocina, fui a por mi sombrero y me marché.

En la calle todavía quedaba un grupo de gente. Krause, jadeante, como cuando salía del agua en el lago, le estaba dando explicaciones a un policía. 

Yo no sé, ni tampoco quiero saber, quién tenía razón o quién la dejaba de tener. Quizá la historia pudiera presentarse bajo una perspectiva ligeramente diferente, quizá pudiera contarse bajo una óptica de cierta compasión en la que se viera cómo la felicidad de un joven se había visto comprometida por mor de una moneda de cobre, cómo Emma pasó toda la noche llorando y cómo, tras quedarse dormida al amanecer, volvió a ver, en sus sueños, la cara enloquecida de su padre mientras golpeaba a su amante. O quizá lo que importe no sea tanto el dolor o el gozo humanos de todo el asunto, sino más bien el juego de las sombras y las luces en un cuerpo animado de vida, la armonía de todas las menudencias y miserias que vinieron a sumarse en aquel día preciso, en aquel momento preciso, de una forma única e inimitable.

1 comentario:

Vania dijo...

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No te salves